viernes, febrero 24, 2017

LA IMPORTANCIA DE ANTEQUERA.... CIUDAD ANDALUZA.




24/02/17 | Antequera, la Stonehenge española


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El Torcal de Antequera, una maravilla natural, declarada Patrimonio Mundial. Foto Shutterstock.
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El Palacio de Nájera.
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El Caminito del Rey.

Situada en el mismo corazón geográfico de Andalucía, Antequera es una de las pocas ciudades de tamaño medio de la región capaz de competir, desde un punto de vista turístico, con la apabullante oferta de sus grandes capitales. Y no sólo puedo hacerlo por su privilegiada situación, sino por su impresionante cúmulo de atractivos de todo tipo.

La Unesco acaba de recordarnos la importancia de su conjunto de dólmenes prehistóricos, sin duda el más significativo de la península. Junto a ellos, el espectáculo que ofrece El Torcal, una de las formaciones kársticas más interesantes y vistosas que se pueden disfrutar en Europa, y la emblemática Peña de los Enamorados, que parece proteger toda la comarca. Pero esto es sólo la punta del iceberg de su patrimonio, tanto monumental, como natural o gastronómico.

El Caminito del Rey.
¿Quién no ha oído hablar durante estos últimos meses del Caminito del Rey? Pues se encuentra en el vertiginoso Desfiladero de los Gaitanes, a muy pocos kilómetros de Antequera. Por otra parte, pocos lugares de la península pueden competir en avistamiento de aves, a la Laguna de Fuente Piedra, albergando una de las mayores colonias de flamencos de Europa que se puede contemplar, en todo su esplendor, entre marzo y junio.

A sólo siete km del centro urbano se encuentra Lobo Park, uno de los mejores sitios donde conocer a esta especie, tanto de día, como de noche cuando se puede vivir una experiencia tan escalofriante como La Noche de los Aullidos. Y a unos cuantos kilómetros más al norte, se puede disfrutar de algo muy distinto aunque no menos emocionante, en el Refugio del Burrito, uno de los grandes santuarios, a nivel mundial, dedicados a la protección de este simpático animal.

Las joyas del centro histórico
En el mismo entorno urbano no sólo se pueden visitar los tres grandes dólmenes, por el momento de forma gratuita, sino también otros muchos monumentos de épocas muy distintas. Hay media docena de importantes yacimientos de época romana en la comarca, incluidos los que se han excavado parcialmente en el mismo centro, como las Termas que se pueden contemplar desde la Alcazaba. Aunque nada puede competir con los tesoros que se guardan celosamente en el Museo Municipal, ubicado en el ya de por si el maravilloso Palacio de Nájera.

El Palacio de Nájera.
También hay que recorrer con tranquilidad la Alcazaba, no sólo por su valor histórico, sino por las vistas que se contemplan desde sus torreones y miradores, para terminar entrando en la fastuosa Colegiata de Santa María La Mayor, sin duda una de las joyas del Renacimiento andaluz.

Capítulo aparte merecen sus iglesias barrocas. Las hay a montones y sólo hay fijarse en el horario de aperturas que suministra la Oficina de Turismo para disfrutar de la deslumbrante decoración que esconden muchas de ellas en su interior. Mucho más fácil es disfrutar de las preciosas plazas y de los muchos palacios neoclásicos que se todavía se conservan en su centro histórico. Vale la pena fijarse en las entradas de los edificios, casi siempre construidas utilizando mármoles y piedras semipreciosas.

Y todo ello se debe combinar saboreando sus especialidades gastronómicas, comenzando por la Porra Antequerana -una curiosa variación del salmorejo-, el gazpachuelo, el chivo pastoril, las migas o los múltiples productos de su vega condimentados con el excelente aceite de oliva local. Tampoco hay que olvidarse de su pan -el mollete antequerano- ni de la deliciosa repostería que se elabora en sus muchos conventos. Si sólo se pudiera recomendar una de esas especialidades ese sería el bienmesabe que hacen las clarisas del Convento de Belén.

Fuente: El Mundo

viernes, febrero 10, 2017

| Relicarios y dagas nazaríes: una ruta por el Madrid de los Austrias




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Fachada de la casa y torre de los Lujanes en la plaza de la Villa. CLAUDIO ÁLVAREZ
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Salón del trono en el Palacio Real. GEMA G. GARCÍA
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Grabado de Anton van Wyngaerde que reproduce el Real Alcázar durante las reformas de Felipe II.
Una ampolla reposa en el relicario del Monasterio de la Encarnación. Un brillo escarlata tiñe el cristal. Es la sangre de San Pantaleón. Una vez al año, el 27 de julio, el fluido vital del santo se licúa. El plasma se vuelve líquido para sorpresa de curiosos, devotos y turistas, que llenan la sala. Allí descansan unos 740 vestigios humanos, como cráneos o falanges, aunque solo 32 son reconocidos como auténticos por la Iglesia. El monasterio, fundado en 1611, posee una de las mejores colecciones de reliquias de Europa. También una generosa colección de obras de arte. Un inesperado secreto en pleno corazón de la capital, el Madrid de los Austrias.

En esta zona, una de las más antiguas de la ciudad, se encuentra el origen de la capital, que pasó de ser una villa castellana a sede de la Corte imperial en 1561 por deseo de Felipe II. ‘De los 10.000 habitantes que poseía en ese momento pasó, en unos 40 años, a más de 83.000’, apunta Francisco José Gómez, autor de Madrid, una ciudad para un Imperio -La Librería, 2011-, donde relata el brillo de la metrópoli. ‘Madrid se convirtió en una de las ciudades más importantes del mundo’, dice Gómez. ‘Venían extranjeros de muchos lugares atraídos por todo lo que ocurría’.

La urbe carecía de palacio. La construcción más noble, de aspecto descuidado, era el Alcázar, que ardió la Nochebuena de 1734. Sobre sus restos, Felipe V —el primero de los Borbones que reinó en España tras la muerte sin descendencia de su tío abuelo Carlos II, el último de los Austrias— mandó erigir el actual Palacio Real; una de las residencias reales más grandes de Europa. En sus paredes se pueden admirar frescos de Tiepolo y Mengs y pinturas de Caravaggio, Velázquez y Goya, además de visitar la suntuosa sala del trono, la sala principal de la residencia real. El Palacio expone una de las mayores colecciones de armas del mundo, equiparable a las de Turín y Viena. Entre sus piezas figura armamento musulmán, como una daga de orejas, denominada así por la forma de su empuñadura que figuraba entre las armas e indumentaria que al parecer llevaba Muhammad XII, conocido como Boabdil, al ser capturado en 1483. También hay una buena colección de armaduras reales, como las que Carlos V y Felipe II lucen en los retratos de Tiziano.

Como muestra del vigor de esa monarquía, ‘proliferaron edificios administrativos, conventos, monasterios, palacetes y avenidas’, apunta Gómez. Así nacieron las calles Mayor, de Arenal o la Plaza Mayor. Un paseo por ella permite, además de indagar en la historia de la capital, disfrutar un plato típico: el bocadillo de calamares. En mayo, es escenario del gran concierto de las fiestas de San Isidro y en diciembre acoge uno de los mercadillos de Navidad más longevos de la ciudad. El mismo lugar donde en siglos antes se organizaban corridas de toros, autos de fe y canonizaciones. ‘Es un ejemplo de espacio ceremonial típicamente barroco donde los reyes desplegaban su poder’, agrega el historiador. La plaza conserva el aspecto de la última gran reforma realizada por Juan de Villanueva, en 1790, aunque posteriormente ha vivido otras modificaciones.

A escasos metros, en la Puerta del Sol, terminaba la ciudad. ‘Ese es el límite entre el Madrid de los Borbones y el de los Austrias’, afirma Andrés Castro, guía turístico que lleva 28 años enseñando los rincones de la capital. El corazón de la urbe fue durante un tiempo un arrabal; el inicio de la periferia. Los aledaños de la Plaza Mayor escondían el mentidero de la Villa, donde corrían noticias de todo tipo. En el Madrid del Siglo de Oro todo pasaba en los mentideros, aunque ya no queda ninguna huella de ellos fuera de las crónicas y los grabados de la época. A base de secretos se organizaron los madrileños en 1808 para abrazar el absolutismo, y restituir a Fernando VII, frente a los valores republicanos franceses que Napoleón quería imponer. Una placa en la fachada de la Real Casa de Correos, sede de la Comunidad de Madrid, recuerda la revuelta. A pocos pasos, en esa misma acera, se sitúa uno de los lugares más fotografiados de la capital: la placa del Km 0. Colocada allí en 1950 para señalar el origen del que parten todas las radiales que recorren la Península.

Entre Sol y el Palacio Real, paradigmas del poder popular y el poder imperial, se encuentra la plaza de la Villa, otra de las reliquias arquitectónicas capitalinas y sede del poder civil por más de tres siglos. Recibió su nombre después de que Enrique IV de Castilla, hermano de la reina Isabel I, otorgara el título de Villa a la población de Madrid en el siglo XV. Por entonces los Lujanes, unos ricos comerciantes de origen aragonés, levantaron su vivienda allí, de estilo gótico mudéjar, la más antigua de carácter civil, donde estuvo encarcelado Francisco I de Francia. Actualmente el edificio está ocupado por la Real Academia de Ciencias Políticas y Morales.
El aspecto actual de la plaza se configuró a lo largo de tres siglos. El sobrino del Cardenal Cisneros mandó construir, en el XVI, el palacete, de estilo plateresco, que toma su nombre. En el solar contiguo se construyó a finales del XVII la barroca Casa de la Villa, hogar del Ayuntamiento de 1692 a 2007, cuando el alcalde, Alberto Ruiz Gallardón, lo trasladó al Palacio de Comunicaciones de Cibeles.

Donde la calle Mayor se cruza con Bailén, se levanta el Palacio de Consejos o palacio de Uceda, otro edificio del siglo XVII, que alberga el Consejo de Estado, actualmente cerrado al público. Enfrente se erige la Catedral de la Almudena, un templo de aspecto neoclásico que terminó de construirse en los años noventa del siglo XX, aunque las primeras proyecciones datan del siglo XVI. Junto a él, al principio de la empinada Cuesta de la Vega, descansan los restos de la muralla musulmana y de una de sus torres, la de Narigües.

Hay vestigios del cercado medieval, de origen musulman, y de sus ampliaciones cristianas por toda la zona: en los sótanos de los restaurantes La Posada del León de Oro, la Botillería del Café de Oriente, La Posada del Dragón o el Foster’s Hollywood de Ópera, donde se pueden apreciar los fragmentos desenterrados mientras se cena. O en los patios de varios edificios de viviendas, donde la muralla servía de apoyo para nuevas construcciones.

El aparcamiento de la Plaza de Oriente y la estación de Ópera, en la plaza de Isabel II, también albergan restos del antiguo asentamiento musulmán y de varias construcciones cristianas de los siglos XVI y XVII: la Fuente de los Caños del Peral, el Acueducto de Amaniel y la Alcantarilla del Arenal.

Fiesta y milagros en La Latina
Al otro lado del viaducto de Segovia —una construcción contemporánea—, se vislumbra los jardines de las Vistillas. En agosto el parque se llena madrileños que celebran las fiestas de la Virgen de la Paloma, la patrona oficiosa de la ciudad, la oficial es la de la Almudena. La celebración se extiende por el barrio de La Latina. Un vecindario lleno de vida, especialmente los domingos por la mañana, cuando los puestos ambulantes del Rastro que venden desde mobiliario y revistas antiguas a ropa militar, toman la plaza de Cascorro por la mañana. Y a última hora de la tarde, cuando los pubs y bares de la superplaza que conforman las plazoletas de Puerta de Moros, Del Humilladero y De los Carros junto con la plaza de la Cebada, y las calles de Calatrava y de Paloma, se llenan de los que se niegan a terminar el fin de semana.

Además de ocio nocturno, el barrio acoge el Museo de los Orígenes de Madrid, junto a la calle de San Andrés. La institución exhibe objetos de los primeros habitantes de la zona, que se remontan al Paleolítico, hasta la proclamación de Madrid como capital. En aquel palacio, construido por los Lujanes en la primera mitad del siglo XVI es donde, según la tradición, San Isidro, uno de los sirvientes de la rica familia Vargas, obró milagros.

Fuente: El País 

| Elche, un oasis en la costa levantina





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El huerto del cura
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Paisajes intactos
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La Basílica de Santa María
La imagen que hoy se tiene de Elche es la de una ciudad vital y con una próspera industria del calzado: en sus fábricas se producen más zapatos que en ningún otro lugar de España –cuatro de cada diez, para ser exactos–. Salvo su emblemática Dama de Elche, poco o nada conocen los visitantes de su vasto patrimonio histórico. Y no digamos de su riqueza natural, pues cuando a alguno se le cuenta que aquí se encuentra el mayor palmeral de Europa y una cercana costa casi sin urbanizar en pleno Alicante, lo normal es que se quede como el famoso busto ibérico: de piedra.

La auténtica Dama está en Madrid, pero la copia más perfecta que nunca se ha hecho de ella –con técnica láser de reconocimiento tridimensional– se exhibe en el Museo Arqueológico y de Historia de Elche -MAHE-, un centro modélico que se nutre en gran medida de los hallazgos efectuados en el yacimiento de La Alcudia -3 km al sur- donde apareció la Dama. El museo ocupa el Palacio de Altamira –el antiguo alcázar– y un sótano de la plaza de Traspalacio. Esta, con fuentes transitables, terrazas y pasarelas rodeando la muralla árabe, es la mejor tarjeta de presentación de la ciudad alicantina y el punto de partida más lógico para descubrirla.

Junto a la histórica y hoy renovada plaza se alza la basílica de Santa María -siglo XVII-. En ella se representa cada 14 y 15 de agosto el Misteri d’Elx, un antiquísimo drama sacro-lírico, declarado por la Unesco Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, que se revive todo el año en el cercano Museo de la Fiesta.

El paseo por el corazón de Elche prosigue en los Baños Árabes que se sitúan dentro del convento de la Merced, y en la torre almohade de Calahorra, cuya fachada sostiene un jardín vertical con cerca de 3.000 plantas, y un gastrobar incrustado junto a la espesura, idóneo para refrescarse cuando aprieta el sol, que en Elche es 300 días al año.

Tras el recorrido histórico por la ciudad toca explorar su naturaleza, empezando por el Palmeral, declarado Patrimonio de la Humanidad. En realidad no se trata de uno solo, sino de docenas de ellos repartidos por parques públicos y huertos privados: en total engloba más de 200.000 palmeras, la mayoría datileras. El más famoso y visitado, pese a ser de pago, es el Huerto del Cura, guarida de un auténtico monstruo, una palmera-pulpo de ocho brazos, que ya pasmó en 1894 –tan antigua es– a la emperatriz Sissí: ‘tiene el poder y la fuerza de un imperio’ dijo, y con ese nombre, Palmera Imperial, se quedó.

El Museo del Palmeral de Elche
A tiro de dátil, en el Huerto de San Plácido, se halla el Museo del Palmeral, instalado en una casa tradicional del siglo XIX. En él, además de repasar su uso y evolución, se puede ver a los palmereros trepando a los árboles y a las artesanas trenzando la palma blanca, algo que según los historiadores ya se hacía en tiempos de la Dama, siglos antes de la invención del Domingo de Ramos.

Otro palmeral hermoso –este de acceso gratuito– es el Parque Municipal, que ofrece 6 hectáreas de verdor africano, valga el oxímoron. Se sitúa junto al Palacio de Altamira, a orillas del río Vinalopó. En él abre sus puertas de cristal El Dátil de Oro, un clásico de la restauración ilicitana, cuya especialidad es el arroz con costra: al horno, con huevo batido por encima. Para el postre es mejor reservarse para la Confitería Castell donde elaboran la tarta Camp d’Elx, con lo más rico de esta tierra: dátiles, almendras, cítricos, romero y granada mollar. Y luego, para dar un paseo digestivo, ahí tenemos el Paseo del Vinalopó, un tramo seco del río acondicionado para pasear y pedalear.

Junto al mayor palmeral europeo, Elche presume de los humedales: el Clot de Galvany, el Hondo y las Salinas. Este último espacio natural, conocido como las Salinas de Santa Pola –municipio que lo comparte con Elche–, es óptimo para observar aves con el primer y el último sol: avocetas, cigüeñuelas, cercetas pardillas, patos cucharas y colorados, fochas, pollas de agua y, sobre todo, flamencos –en época de cría se juntan hasta 8.000–. Se pueden ver desde la misma carretera, aunque existe una forma más discreta y entretenida de hacerlo, siguiendo una senda circular señalizada que nace en la playa del Pinet y bordea, durante dos horas, las salinas, las dunas y la orilla del mar.

Con esta naturaleza preservada se advierte que el gran negocio del siglo XX en Elche no fue el ladrillo, sino el calzado

El Pinet es una de las seis playas de la costa ilicitana, buena parte de ellas vírgenes y con espacios de alto valor ecológico. Con esta naturaleza preservada se advierte que el gran negocio del siglo XX en Elche no fue el ladrillo, sino el calzado. Aunque la feroz competencia china ha arruinado a muchas empresas zapateras de origen familiar, otras se han consolidado en el mundo, ofreciendo una calidad difícil de igualar y a precios asequibles.

En el Parque Empresarial de Elche, cerca del aeropuerto de El Altet, se pueden visitar varios outlets -Panama Jack, Martinelli, Mustang, Pedro Miralles, Wonders…- para comprar zapatos de marca con grandes descuentos. Pikolinos, además de una tienda despampanante, incluye un Museo del Calzado donde se repasa la historia de esta industria hoy casi de lujo que, paradójicamente, comenzó con artesanos que confeccionaban modestas alpargatas de campesinos.

Fuente: National Geographic