| Mérida, paladar de América
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Salomónica, histórica y sabrosa, la ciudad no sólo custodia el conjunto arqueológico monumental más completo y mejor conservado de la Hispania romana, sino que es también la Capital Iberoamericana de la Gastronomía.
Intersección de caminos y rutas, espacio de descanso y de recreo, eje de la Extremadura autonómica. Céntrica, salomónica y hasta equidistante. Lejana. Bien comunicada. Húmeda y calurosa. Histórica y vulgar. Provinciana y capital. Patrimonio de la Humanidad y lugar de paso. Mérida es contradictoria y fácil de adjetivar.
También es gastronómica. Sabrosa, salada y dulce. Agria y, sobre todo, picante. Bajo el deseo de que el gran pasado romano no sea su única carta de presentación, Mérida es también la Capital Iberoamericana de la Cultura Gastronómica, título otorgado por la Academia Iberoamericana de Gastronomía.
Gracias a él, el conjunto arqueológico monumental más completo y mejor conservado de la Hispania romana está regado de aromas de América Latina. Su relación con el continente es clara: la Mérida mexicana y la de Venezuela remiten a lazos centenarios y culinarios.
El pimentón de La Vera
Que el logotipo de la capitalidad sea el pimentón molido no es azaroso. Producto nativo, el ají encontró pronto acomodo junto a cenobios jerónimos. Por eso el Monasterio de Yuste, donde decidió desfallecer el emperador Carlos V, destacó por el cultivo de la entonces exótica planta. Pronto todo el valle de La Vera, allí donde encaja Yuste, sobresalió en la técnica de ahumar el pimentón.
Su olor rememora a lumbre. La Denominación de Origen sella la calidad de un producto de la comida de subsistencia: con pimentón se conservan mejor los productos de la matanza del cerdo. Que los embutidos pasaran a un tono rojizo tras haber lucido negros es síntoma y consecuencia. Que los de Extremadura destaquen tiene su porqué. Quizás algo tuvo que ver América.
Productos de la dehesa, jamón, chorizos y morcillas, quesos, corderos, aceites y otros llegados del otro lado del Atlántico como pimientos, ají y tomate han encontrado en las riberas del Tajo y del Guadiana su caldo de cultivo. Todos son imprescindibles en Mérida. La cercanía con Portugal obliga a que todas las cartas, tapas y raciones tengan hueco para el bacalao.
Rescoldos imperiales
La gastronomía es resultado de influencias y saberes, de sinsabores y de ingenio. De cultura cristiana, judía y árabe. Y de historia. En la capital extremeña, a medio camino entre Cáceres y Badajoz para no enfadar a nadie, es fácil encontrar rescoldos imperiales como el Arco de Trajano, el Templo de Diana o el Foro Romano.
El Teatro, el Anfiteatro y el Circo obligan a ir en su búsqueda, entre piedras colocadas en los primeros años de nuestra era. Porque Mérida se remonta al 25 a.C., aunque su crecimiento y vanidad llegaron cuando el emperador Augusto, una década después, entregó la zona a los soldados como gratificación por su labor en las guerras cántabras. En mitad de la Vía de Plata, que cruza la península de Cádiz a Gijón, destaca también el Puente Romano, el más largo de la Antigüedad.
Dividiendo la ciudad en dos mitades, el Guadiana discurre manso, aunque a veces muestra peligro por las toneladas que reproduce de camalote, una planta invasora procedente del Amazonas. A pesar de que luce omnipresente el puente Lusitania, firmado por Santiago Calatrava y con un arco principal que alcanza los 190 metros de altura, los paseantes prefieren cruzar por el romano, ahora libre de coches.
Una capital nada clásica
El río Albarregas, que tiene un hermano en la Mérida venezolana, obligó a construir otro puente junto el acueducto Los Milagros, que traía el agua desde el embalse de Proserpina, otra de las huellas romanas de la comarca. Como las termas de Alange o el embalse de Cornalvo.
“Es contemplar las ruinas, en que muerden los siglos, cuando se nos antoja que los años, lejos de huir escurriéndose, quédanse y se fijan, pues nada como una ruina robusta da la sensación de permanencia”, escribió Miguel de Unamuno en sus Paisajes del Alma.
Ruinas que cobran vida en el Teatro de Arte Romano; ruinas que renacen cada verano en el Festival de Teatro Clásico; ruinas que han convertido a Mérida en una capital nada clásica, de casas bajas y encaladas, de calles estrechas y retorcidas, de historia visible y de platos por descubrir.
Intersección de caminos y rutas, espacio de descanso y de recreo, eje de la Extremadura autonómica. Céntrica, salomónica y hasta equidistante. Lejana. Bien comunicada. Húmeda y calurosa. Histórica y vulgar. Provinciana y capital. Patrimonio de la Humanidad y lugar de paso. Mérida es contradictoria y fácil de adjetivar.
También es gastronómica. Sabrosa, salada y dulce. Agria y, sobre todo, picante. Bajo el deseo de que el gran pasado romano no sea su única carta de presentación, Mérida es también la Capital Iberoamericana de la Cultura Gastronómica, título otorgado por la Academia Iberoamericana de Gastronomía.
Gracias a él, el conjunto arqueológico monumental más completo y mejor conservado de la Hispania romana está regado de aromas de América Latina. Su relación con el continente es clara: la Mérida mexicana y la de Venezuela remiten a lazos centenarios y culinarios.
El pimentón de La Vera
Que el logotipo de la capitalidad sea el pimentón molido no es azaroso. Producto nativo, el ají encontró pronto acomodo junto a cenobios jerónimos. Por eso el Monasterio de Yuste, donde decidió desfallecer el emperador Carlos V, destacó por el cultivo de la entonces exótica planta. Pronto todo el valle de La Vera, allí donde encaja Yuste, sobresalió en la técnica de ahumar el pimentón.
Su olor rememora a lumbre. La Denominación de Origen sella la calidad de un producto de la comida de subsistencia: con pimentón se conservan mejor los productos de la matanza del cerdo. Que los embutidos pasaran a un tono rojizo tras haber lucido negros es síntoma y consecuencia. Que los de Extremadura destaquen tiene su porqué. Quizás algo tuvo que ver América.
Productos de la dehesa, jamón, chorizos y morcillas, quesos, corderos, aceites y otros llegados del otro lado del Atlántico como pimientos, ají y tomate han encontrado en las riberas del Tajo y del Guadiana su caldo de cultivo. Todos son imprescindibles en Mérida. La cercanía con Portugal obliga a que todas las cartas, tapas y raciones tengan hueco para el bacalao.
Rescoldos imperiales
La gastronomía es resultado de influencias y saberes, de sinsabores y de ingenio. De cultura cristiana, judía y árabe. Y de historia. En la capital extremeña, a medio camino entre Cáceres y Badajoz para no enfadar a nadie, es fácil encontrar rescoldos imperiales como el Arco de Trajano, el Templo de Diana o el Foro Romano.
El Teatro, el Anfiteatro y el Circo obligan a ir en su búsqueda, entre piedras colocadas en los primeros años de nuestra era. Porque Mérida se remonta al 25 a.C., aunque su crecimiento y vanidad llegaron cuando el emperador Augusto, una década después, entregó la zona a los soldados como gratificación por su labor en las guerras cántabras. En mitad de la Vía de Plata, que cruza la península de Cádiz a Gijón, destaca también el Puente Romano, el más largo de la Antigüedad.
Dividiendo la ciudad en dos mitades, el Guadiana discurre manso, aunque a veces muestra peligro por las toneladas que reproduce de camalote, una planta invasora procedente del Amazonas. A pesar de que luce omnipresente el puente Lusitania, firmado por Santiago Calatrava y con un arco principal que alcanza los 190 metros de altura, los paseantes prefieren cruzar por el romano, ahora libre de coches.
Una capital nada clásica
El río Albarregas, que tiene un hermano en la Mérida venezolana, obligó a construir otro puente junto el acueducto Los Milagros, que traía el agua desde el embalse de Proserpina, otra de las huellas romanas de la comarca. Como las termas de Alange o el embalse de Cornalvo.
“Es contemplar las ruinas, en que muerden los siglos, cuando se nos antoja que los años, lejos de huir escurriéndose, quédanse y se fijan, pues nada como una ruina robusta da la sensación de permanencia”, escribió Miguel de Unamuno en sus Paisajes del Alma.
Ruinas que cobran vida en el Teatro de Arte Romano; ruinas que renacen cada verano en el Festival de Teatro Clásico; ruinas que han convertido a Mérida en una capital nada clásica, de casas bajas y encaladas, de calles estrechas y retorcidas, de historia visible y de platos por descubrir.
Fuente: El Mundo
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