Para los crios de aquella época el tener una matanza en casa era poco menos que celebrar una fiesta, porque hasta nos permitian hacer “rabonas” en el colegio, entre otras cosas porque formábamos parte de aquel jolgorio que se liaba una vez al año en nuestra casa o en la de mis tios.
Para empezar, unos días antes ya mi madre habia hecho acopio de un montón de aliños en aquellas talegas que colgaban de la pared y que daban a la casa un olor tan especial que a partir de ese momento ya lo vivias todo con una forma distinta a lo habitual…. como si los olores a clavo, canela, pimienta, pimentón, ñoras secas, nuez moscada, comino, ajos y orégano, te obligasen a tener un comportamiento más sumiso, a colaborar con aquel ritual que a pesar de verlo ahora como algo cruento antes se vivia de una forma especial, alegre y divertido.
En este preludio de la matanza había que traer la caldera para poder cocer las morcillas, pedir prestado los “caimanes”, las maquinillas de moler la carne, aquellos peroles y ollas grandísimas, los grandes lebrillos y un sin fin de cosas más que los más pequeños traiamos por encargo de casa de la familia y vecinos, como una aportación a la labor de la matanza. A los afilaores que con sus bicicletas o carrillos pasaban por la calle con aquel “pito” y melodía tan especial para el recuerdo, se les entregaban los cuchillos, facas y hachas que los dejaban con un filo que cortaban el agua.
La noche antes, en mi casa se reunían mis tios y tias alrededor de nuestra gran mesa tocinera en cuyo centro estaba la “limeta” de vino Sala, algunas redondelas de salchichón y unos trozos de queso de cabra picante y “esboronao” a pedazos irregulares. En esta reunión se acordaba toda la preparación del día siguiente y se recordaba minuciosamente todo lo que se precisaba para el acontecimiento sin que faltase el mínimo detalle como eran aquellos cajones de madera para meter los tocinos en sal.
Los cerdos se criaban en una cochinera que teníamos en la “cuadra” y por lo general solían ser dos ó tres a los que yo siempre les cogía cariño y por eso a la hora del sacrificio me quitaba de en medio ya que me lo pasaba muy mal oyendo gritar al animal a pesar de que aquello se aceptaba como algo necesario y se acepta hoy en día aunque no veamos nada ni se piense en ello.
Una vez matado el cerdo, se colocaba en la gran mesa y con varios cazos, se les iba echando agua hirviendo, al tiempo que se raspaban los pelos con grandes cuchillos hasta que una vez “pelao”, por los tendones de las patas traseras se colgaba del “caimán” que estaba fuertemente atado a una de las vigas del techo, donde se realizaba el destripado y despiece meticuloso de todas sus partes.
A nosotros los pequeños, nos entregaban ya limpia las vejigas que soplábamos como si fuesen globos y una vez amarradas nos servian para jugar a la pelota durante un buen rato hasta que se destrozaban como consecuencia de las fuertes patadas.
Las mujeres, en este caso mis hermanas, con una gran baño de cinz partían para la Peña Gorda donde en la chorrera con naranjas agrias, limones, vinagre y sal lavaban las tripas y el estómago ( buche). Mis primos y yo mientras tanto correteábamos por la orilla tirando piedras a los “picones” que acudían a comerse los “pitracos” que les llegaban aguas abajo.
Sobre las doce del medio día, cogían la lengua, las “pajarillas” y algun que otro trozo de carne que liaban en un papel de “estraza” y se metía en el “rescoldo” del fuego para que una vez asado se pusiese de tapa con las limetas del inconfundible y exquisito vino Sala ( en ninguna matanza faltaba la arroba de aquel vino).
Aquello era un trapicheo enorme para todo el mundo pues mientras los hombres despiezaban y preparaban los tocinos y pellas, las mujeres no paraban un solo instante, picando las carnes y preparando los aliños, tan distintos unos de otros, para las morcillas, chorizos y salchichones.
El ambiente era sumamente agradable y las bromas y chistes se sucedian unos tras otros sin parar hasta que aparecía mi madre con aquel enorme “dornillo” de madera repleto hasta arriba de “gazpacho caliente” con dos o tres huevos cuajados dentro y tras rociarlo de abundante aceite, todo el mundo con su cuchara metia mano y daba un paso atrás hasta que el “dornillo” quedaba reluciente y completamente limpio y detrás se ponía aquel enorme perol con las asaduras fritas que cada uno iba pinchando con su tenedor para terminar con el postre que eran naranjas chinas o “cañas” y los hombres ya metidos en faena se tomaban su cafelito de pucherete
que impregnaba todo aquello de un olor estupendo unido al de los aliños morcilleros y choriceros.
Al atardecer, se cocían las morcillas en aquellas grandes calderas de cobre colocadas al fuego sobre las “estrebes” que se pinchaban con una aguja amarrada a un palo largo y cuando estaban en su punto, se apartaba la caldera del fuego para dejarla enfriar. Mientras tanto ya estaban en la mesa los platos repletitos de coles con un olor y sabor buenísimo y detrás la “pringá” con la carrillada, tocino, morcilla y chorizo en abundancia.
Este tipo de comida tanto en el almuerzo como en la cena, era un perfecto ritual y aunque hoy lo pensemos como una barbaridad pues antes no lo era porque la cena se hacía temprano y nos soliamos acostar tarde recogiendo, limpiado y preparando para el siguiente día que tenían que hacer los chorizos y salchichones, salar los tocinos, freir las pellas, preparar las carnes y chorizos en matencas etc. etc. etc.
Terminada la matanza yo repartia “las Partes” que mi madre me preparaba liadas en unos pañitos a mis tios y algunos vecinos que casi siempre era una morcillita,un trozo de carne y algo de tocino, por lo que un cerdo se iba casi seguro en esta costumbre tan arraigada por entonces.
El Sábado siguiente en mi casa se llama a toda la familia y nos comiamos el “guiso de patas” que a mi particularmente me gustaba con bastantes garbancitos y que mi madre hacia de una forma maravillosa ( como todas las madres). Esto para nosotros era como la despedida de la matanza y ahora nos quedaba el mirar todos los días los palos de chorizos y salchichones para ver cuando estaban ya curados y poderlos “catar”.
He querido describir un poco como eran nuestras matazas en Jimena de la Frontera, pero os recomiendo que leais la revista “ALAMEDA” nº 184 editada por el Ayuntamiento de San Roque,ya que en el apartado “Nuestra Historia” en oficios y actividades `para el recuerdo, viene muy detalladamente “ LA MATANZA TRADICIONAL CASERA”.
Para empezar, unos días antes ya mi madre habia hecho acopio de un montón de aliños en aquellas talegas que colgaban de la pared y que daban a la casa un olor tan especial que a partir de ese momento ya lo vivias todo con una forma distinta a lo habitual…. como si los olores a clavo, canela, pimienta, pimentón, ñoras secas, nuez moscada, comino, ajos y orégano, te obligasen a tener un comportamiento más sumiso, a colaborar con aquel ritual que a pesar de verlo ahora como algo cruento antes se vivia de una forma especial, alegre y divertido.
En este preludio de la matanza había que traer la caldera para poder cocer las morcillas, pedir prestado los “caimanes”, las maquinillas de moler la carne, aquellos peroles y ollas grandísimas, los grandes lebrillos y un sin fin de cosas más que los más pequeños traiamos por encargo de casa de la familia y vecinos, como una aportación a la labor de la matanza. A los afilaores que con sus bicicletas o carrillos pasaban por la calle con aquel “pito” y melodía tan especial para el recuerdo, se les entregaban los cuchillos, facas y hachas que los dejaban con un filo que cortaban el agua.
La noche antes, en mi casa se reunían mis tios y tias alrededor de nuestra gran mesa tocinera en cuyo centro estaba la “limeta” de vino Sala, algunas redondelas de salchichón y unos trozos de queso de cabra picante y “esboronao” a pedazos irregulares. En esta reunión se acordaba toda la preparación del día siguiente y se recordaba minuciosamente todo lo que se precisaba para el acontecimiento sin que faltase el mínimo detalle como eran aquellos cajones de madera para meter los tocinos en sal.
Los cerdos se criaban en una cochinera que teníamos en la “cuadra” y por lo general solían ser dos ó tres a los que yo siempre les cogía cariño y por eso a la hora del sacrificio me quitaba de en medio ya que me lo pasaba muy mal oyendo gritar al animal a pesar de que aquello se aceptaba como algo necesario y se acepta hoy en día aunque no veamos nada ni se piense en ello.
Una vez matado el cerdo, se colocaba en la gran mesa y con varios cazos, se les iba echando agua hirviendo, al tiempo que se raspaban los pelos con grandes cuchillos hasta que una vez “pelao”, por los tendones de las patas traseras se colgaba del “caimán” que estaba fuertemente atado a una de las vigas del techo, donde se realizaba el destripado y despiece meticuloso de todas sus partes.
A nosotros los pequeños, nos entregaban ya limpia las vejigas que soplábamos como si fuesen globos y una vez amarradas nos servian para jugar a la pelota durante un buen rato hasta que se destrozaban como consecuencia de las fuertes patadas.
Las mujeres, en este caso mis hermanas, con una gran baño de cinz partían para la Peña Gorda donde en la chorrera con naranjas agrias, limones, vinagre y sal lavaban las tripas y el estómago ( buche). Mis primos y yo mientras tanto correteábamos por la orilla tirando piedras a los “picones” que acudían a comerse los “pitracos” que les llegaban aguas abajo.
Sobre las doce del medio día, cogían la lengua, las “pajarillas” y algun que otro trozo de carne que liaban en un papel de “estraza” y se metía en el “rescoldo” del fuego para que una vez asado se pusiese de tapa con las limetas del inconfundible y exquisito vino Sala ( en ninguna matanza faltaba la arroba de aquel vino).
Aquello era un trapicheo enorme para todo el mundo pues mientras los hombres despiezaban y preparaban los tocinos y pellas, las mujeres no paraban un solo instante, picando las carnes y preparando los aliños, tan distintos unos de otros, para las morcillas, chorizos y salchichones.
El ambiente era sumamente agradable y las bromas y chistes se sucedian unos tras otros sin parar hasta que aparecía mi madre con aquel enorme “dornillo” de madera repleto hasta arriba de “gazpacho caliente” con dos o tres huevos cuajados dentro y tras rociarlo de abundante aceite, todo el mundo con su cuchara metia mano y daba un paso atrás hasta que el “dornillo” quedaba reluciente y completamente limpio y detrás se ponía aquel enorme perol con las asaduras fritas que cada uno iba pinchando con su tenedor para terminar con el postre que eran naranjas chinas o “cañas” y los hombres ya metidos en faena se tomaban su cafelito de pucherete
que impregnaba todo aquello de un olor estupendo unido al de los aliños morcilleros y choriceros.
Al atardecer, se cocían las morcillas en aquellas grandes calderas de cobre colocadas al fuego sobre las “estrebes” que se pinchaban con una aguja amarrada a un palo largo y cuando estaban en su punto, se apartaba la caldera del fuego para dejarla enfriar. Mientras tanto ya estaban en la mesa los platos repletitos de coles con un olor y sabor buenísimo y detrás la “pringá” con la carrillada, tocino, morcilla y chorizo en abundancia.
Este tipo de comida tanto en el almuerzo como en la cena, era un perfecto ritual y aunque hoy lo pensemos como una barbaridad pues antes no lo era porque la cena se hacía temprano y nos soliamos acostar tarde recogiendo, limpiado y preparando para el siguiente día que tenían que hacer los chorizos y salchichones, salar los tocinos, freir las pellas, preparar las carnes y chorizos en matencas etc. etc. etc.
Terminada la matanza yo repartia “las Partes” que mi madre me preparaba liadas en unos pañitos a mis tios y algunos vecinos que casi siempre era una morcillita,un trozo de carne y algo de tocino, por lo que un cerdo se iba casi seguro en esta costumbre tan arraigada por entonces.
El Sábado siguiente en mi casa se llama a toda la familia y nos comiamos el “guiso de patas” que a mi particularmente me gustaba con bastantes garbancitos y que mi madre hacia de una forma maravillosa ( como todas las madres). Esto para nosotros era como la despedida de la matanza y ahora nos quedaba el mirar todos los días los palos de chorizos y salchichones para ver cuando estaban ya curados y poderlos “catar”.
He querido describir un poco como eran nuestras matazas en Jimena de la Frontera, pero os recomiendo que leais la revista “ALAMEDA” nº 184 editada por el Ayuntamiento de San Roque,ya que en el apartado “Nuestra Historia” en oficios y actividades `para el recuerdo, viene muy detalladamente “ LA MATANZA TRADICIONAL CASERA”.
2 comentarios:
Una vez mas me has hecho retroceder al pasado,gracias, que recuerdos.Lo de la "matanza" es una expericiencia que a mas de uno le gustaria vivir pero gracias a tu "reflexion" de hoy mas o menos van a saber de que va el tema, GRACIAS DE NUEVO.Un saludo. Uno de SAN PABLO/
Gracias por tu comentario, acabo de llegar de San Lucar de Barrameda con el tiempo justo para sentarme y ver Se Llama Copla, esperemos que todo vaya bien para Maite.No he eescrito más sobre la matanza porque Internet ilustra mucho el tema y no quiero cometer plagio de ninguna clase.
Deberias suscribirte a la revista ALAMEDA que facilita gratis el Ayuntamiento de San Roque. Solo tienes que enviar un E-mail a :
alameda@sanroque.es con tus datos personales y tu domicilio y la recibirás gratios en tu casa o llama por telefono al 956780133 o al 956780822 o enviando un fax al 956780912. Creo que te gustará al menos no pierdes nda. Saludos.
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