domingo, julio 17, 2011

SENTIR AMANECER, POR ANTONIO PÉREZ HENARES


- Los jóvenes urbanos no suelen ver el amanecer, excepto cuando trasnochan. Algo que no voy a criticar por simple coherencia vital y porque, en cualquier caso, la llegada del día siempre ayuda a serenar el ánimo y a enfriar la noche si ésta ha estado demasiado metida en calenturas.
Pero sin negar la belleza de la primera luz en las ciudades, que la tienen, el lugar para sentarse a contemplar la aurora es preferible que no tenga ni asfalto ni cemento alrededor. Es cuestión de vista, de olor y hasta de tacto.
El atardecer, lo sé, goza de mayor prestigio romántico, entre otras cosas porque la oscuridad que le sucede ha sido siempre una mejor aliada del erotismo. Y es más cómodo, que también cuenta. La amanecida suele tener ribetes más solitarios y costar un mayor esfuerzo. Pero ver salir el sol, acariciar con sus primeras y dulces luces, la piel de la tierra, compensa. Los olores primeros con que ésta se despierta al recibir sus rayos tienen algo de amante emergiendo del sueño. Dos me asaltan la memoria y me invaden el recuerdo; uno, como alcarreño, el del espliego, ahora florecido, y otro, herencia de niño labrador, el de las rastrojeras recién segadas y la paja con la leve humedad del rocío.
Y está el tacto, el relente previo al día y la búsqueda en la piel propia de ese primer calor del astro, aún amable a esa temprana hora. Pero ese estremecimiento que nos recorre entonces no es sólo por el frío, ni por los colores y los olores. Es porque también nosotros nos sentimos de alguna manera amanecidos.
LEÍDO EN LA RAZÓN

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